Hace unas semanas acompañé a mi madre a visitar a su prima Pepita Pintado – ¡sí, la del Molino, la que todos conocéis!- y aproveché para bucear un poco en el pasado de Capella gracias a su prodigiosa memoria. Digo “bucear” no solo en sentido metafórico sino real ya que de agua va la cosa.
Cada uno de los recuerdos y evocaciones que me regaló mi tía desordenadamente aquella mañana son valiosos hilos con los que he ido tejiendo este tapiz costumbrista del pasado de Capella.
Si una cosa me ha quedado clara después de escuchar la información y las anécdotas de mi tía es que los del Molino eran y son listos, trabajadores y emprendedores. ¡Es indiscutible!
Y, como por algún sitio hay que empezar, vamos a hacerlo por el principio. Esta historia se remonta a finales del siglo XIX, principios del XX. La familia del Molino- los Vidalled – vivían en el Mesón donde servían comidas y tenían fonda. Por si este negocio no fuera suficientemente esclavo, tenían el Molino dedicado a otras industrias.
Cerca de la carretera habían montado una destilería de anís. La ubicación privilegiada en el camino de paso entre Graus y el alto Isábena hizo de la destilería un lugar de descanso y reunión no solo para los habitantes del pueblo sino para todos los que transitaban por aquellos caminos. ¡Qué fácil imaginar a aquellos pobres llabradors que bajaban a Graus a peu pa no cansar a la mula, chelaus en invierno y acaloraus en verano! ¡Y qué podrían dir de los viajantes que subiban al valle!¡ Qué reconfortante la paradeta al Molino! ¡Y deban, el Mesón, per si alguno queriba cenar y fer noche!
Pero encara n’y hay más
En el Molino feban pan desde antiguo con la farina que subiban de la Farinera de Graus. María Vidalled Rivera, hija única y heredera se hizo cargo del negocio familiar a edad temprana pues a su padre le fallaron las fuerzas pronto. Cada domingo bajaba un panadero de un pueblo diferente pa ayudar a la moza a fer el pan. Hasta que el sentido práctico de la vida de antaño se impuso y eligió a uno de ellos por marido.
¡Mujer empoderada dejó muy claro en las capitulaciones matrimoniales que todo aquello era de ella y de su familia! Llevó siempre las cuentas de sus negocios y a los cuarenta años, cuando se quedó viuda con cuatro hijos y un montón de deudas, salió a flote con la fuerza de su trabajo. ¡Un carácter de mujer!
¡Se hizo la luz!
El pretendiente panadero llegó a Capella procedente del alto Isábena. Aquí se podría aplicar el refrán de “Dios los cría y ellos se juntan”. En efecto, José Llarás y Porté llegó de La Roca y con él “se hizo la luz”.
En La Roca tenían una presa que proporcionaba luz a la aldea y permitía a la familia hacer pan, no solo pa consumo de casa sino para venderlo. Esa misma idea la implantó José en Capella.
Construyó una presa río arriba por encima de la huerta Tobeña. La fuerza del agua dominada a su antojo junto con la acequia ya existente en el Molino trajo el progreso y alredededor de 1930… ¡ se hizo la luz!
El agua del Isábena pasaba por la reja de la acequia y llegaba a la vivienda dentro de la cual había una rueda con una correa. Una manivela, que se accionaba manualmente, movía la turbina que generaba la luz. El agua pasaba por debajo de la casa – por los “cascos”- y se perdía en el río.
La llegada de la luz supuso un impulso para los negocios del Molino ya que permitió ampliar el negocio del pan, liberando de paso a muchas mullers de fer el pan en casa cada semana, e impulsó la prensa de aceite. Si de algo iban sobrados en aquella casa era de trabajo. Era tal la actividad desplegada en torno al agua que en aquella familia trabajaban de día y de noche. Incluso me atrevería a asegurar que el ritmo del sueño de los habitantes del Molino estaba sujeto a las necesidades del agua.
“Agustín, que no hay luz”
María Vidalled había enseñado el arte del pan a sus hijos. Recuerda Pepita que Agustín subía cada noche al café de Bauret a fer la partida de guiñote mientras esperaba que fermentase la masa y de paso veyeba cómo llegaba la luz al pueblo. Cuando, por fin, podía descansar unas pocas horas antes de madrugar para cocer el pan, podía ocurrir lo siguiente: “Agustín, que no hay luz”.
Pepita, adormilada, daba un codazo a su marido que resignadamente salía a la acequia una vez más.
Y es que Agustín, y también su hermano José y sus hermanas, sustituyeron a su madre en cuanto tuvieron edad en todas las faenas relacionadas con el agua. Cada día, después de la merecida siesta alguno teniba que subir hasta la presa a tapar ben tapaus los foraus con estopa pa que l’aigua no marchase al río sino pa el Molino pa poder fer luz a la noche. Porque, desde luego, no todo era coser y cantar. Por el contrario, los del Molino estaban siempre atentos a las condiciones del agua. En la canalización que va de la presa a la acequia propiedad del Molino – recuerda Pepita – estaban los “aiguatellos” (ixos foraus que serviban pa dejar pasar el aigua pa regar las huertas y que se tapaban o destapaban con una pedra de rio y estopa según conveniba).
Dicen que a veces, en verano, cuan aprovechaban el fresco de la noche pa regar las huertas el aigua no llegaba a la acequia y el pueblo se quedaba sin luz. Además, a menudo, las hojas y las ramas que el río arrastraba en su cauce taponaban la reja de la acequia y alguien tenía que salir a desembrozarla a cualquier hora del día y de la noche.
“Agustín…”
Cada casa teniba derecho a una bombilla
En efecto, el agua, fuente de vida, sacó a Capella de las tinieblas. Para tal empresa se formó una sociedad entre los del Molino, casa Jusepe y el señó Constantino Espona. Primero llegó la luz a las calles; más adelante, salían de los postes del alumbrado público las acometidas para las casas. Cada casa teniba derecho a una pobre bombilla. En el Molino había paneles con relojes, uno de cada casa. Serviban para veyer si estaban en marcha las bombillas y tamé pa saber qué fase del pueblo s’había quedau a oscuras después d’aquellas tormentas d’antes”.
Cada mes pasaba el señó Constantino casa por casa a leer los contadores para cobrar la luz y alguna que otra vez descubriba algún pillín que había metiu otra bombilla”.
En fin, el Molino de Capella, solitario a pie de carretera, fue en su tiempo un digno centinela y protector del resto del pueblo que se apiñaba sobre un montículo y recibía impávido las dádivas del progreso que llegaban de abajo.
Cristina Bauret Ciutad
Dibujo de José Mingorance Girón